Sáb. Dic 7th, 2024

«Un saloncito en el último piso de una casa en una calle apartada y silenciosa. El saloncito, íntimo, sería severo sin la nota alegre y muy moderna de unos cortinones de tonos violentos. Pocos muebles; grandes butacones, una biblioteca baja, una mesa despacho; nada de accidental, y, en todo, un gran recogimiento y una gran reflexión. Encima de la mesa y de la biblioteca hay cacharros con flores; en una esquina, una lámpara de ancha pantalla. Un vaciado de “la bella de las manos”, una muchacha de Romero de Torres, y el retrato de Valle-Inclán, por Anselmo Miguel Nieto, definen “el sabor” de la habitación.

Henos venido a visitar a Josefina Blanco de Valle-Inclán. Ser mujer de hombre célebre es papel peligroso; hay que poderlo ser todo y hay que aparentar no ser nada. ¿Qué ridículo mayor que el de la mujer que quiere aprovechar para sí la gloria de su marido? Y, por lo contrario, ¿qué mayor traba para la obra de un escritor o de un artista que la que, por incomprensión, encuentra en su mismo hogar? En el Extranjero, casi siempre, la mujer peca en demasía; bien cerca de nosotros está el recuerdo de aquel gran escritor cuya mujer, por afán de ser a toda costa y siempre “compañera de hombre célebre”, le puso en el ridículo más espantoso; aquí, en España, en general, la mujer peca por demasiado poco, y contadas son las españolas “compañeras” de su marido. Pero las que lo son, lo son deliciosamente, con un tacto, con una delicadeza y una medida incomparables; y, entre todas las “compañeras”, la que mejor merece ese título es quizá la mujer de D. Ramón del Valle-Inclán.

Su primera cualidad es la sencillez: sencillamente fue, en el teatro, una gran artista; sencillamente comparte la gloria de su marido, y sencillamente, con una sencillez más difícil que todos los talentos, es la guardiana, la “protectora íntima” de esta gloria.

— Yo creo —empieza diciéndonos— que la mujer de un escritor debe ser así, algo gris. Vamos, que no debe figurar para nada. Y además yo, ¡soy tan insignificante! ¿No le parece que debíamos hablar como dos buenas amigas, sin pensar para nada en el público?

— Es que al público —aseguro yo— le interesará muchísimo lo que hablemos. Usted es, ante todo, la mujer de su marido; pero además, es usted Josefina Blanco, la “ingenua” mimada por el público.

— Lo he sido —contéstame con cierta melancolía—. Ya no soy nada.

— Algún día volverá a serlo.

— ¡Quiá! Nunca más. Se acabó.

— ¿Por?…

— Sencillamente porque no tendría empleo. Para las “ingenuas” ya no sirvo; por mi figura no podría representar grandes papeles, y, la verdad, condenarme a las características…

— Claro que no. Pero usted haría hoy las “ingenuas” como antes de casarse. Primero, que es usted siempre la misma, y luego, su voz no es para otra cosa.

Y es que la voz de Josefina Blanco tiene una musicalidad sólo comparable a la de esa otra gran “ingenua”: Catalina Bárcena.

— No crea, características ya las he hecho. En la última obra que estrené de los Quintero hacia ese papel. Ser “una característica” no quisiera; pero caracterizarme, a veces, me gustaba mucho.

—Tendrá usted que volver a tener ese gusto.

— No; eso de seguro que no. Bien da verdad que lo siento, y que no voy casi nunca al teatro porque me da mucha pereza; pero, además de que no tendría empleo y de que no estando en una compañía fija, no me gustaría andar en “tournées” por provincias, ahora tengo que ocuparme de mi casa, de mi niña, y ya tengo bastante así. Y también tengo mi trabajo particular: soy el corrector de pruebas de mi marido.

— Entonces, ¿usted conoce siempre las obras de Valle-Inclán antes de que se publiquen?

— Siempre, pues no sólo corrijo las pruebas, y eso lo puede usted decir, que si hay erratas mía es la culpa, sino que muchas veces mi marido me lee los trozos que va escribiendo.

— ¿Cuál es la obra de su marido que usted prefiere?

— “Romance de lobos” —respóndeme sin vacilar—. Y después, “La marquesa Rosalinda”. Pero yo no puedo juzgar esto, porque a mí todo lo que mi marido escribe, sólo porque lo escribe él, me parece que está tal como debía estar.

— ¿Tendrá usted orgullo cuando ve que lo alaban?

— Orgullo, precisamente, no; una gran alegría si. Y, por lo contrario, cuando leo algún artículo en que lo atacan, ¡me llevo un disgusto! Él se queda tan tranquilo y no le da importancia; pero yo me paso ocho días indignada contra el que escribió eso.

— Entonces, cuando los estrenos, ¿pasará usted mal rato?

— Atroz; materialmente no vivo. El teatro de mi marido no es para el gran público, ¿verdad? Y, además del público, los artistas tampoco entienden las obras a gusto de él; yo misma, prefería estrenar cualquier obra que no una de mi marido; ponía en ello todo mi afán, y, sin embargo, yo sentía que no era lo que él hubiera deseado. Era un tormento horrible.

— ¿Y cuando Valle-Inclán da conferencias?

— Asisto siempre, y siempre me emociono.

— ¿Y cuando le aclaman?

— ¡Figúrese!…

Y Josefina Blanco, la que fue una gran actriz, ovacionada ella también por el público, pronuncia esta única palabra casi con unción.

— Cuénteme —insisto yo—, ¿que vida hace?

— Una vida muy sencilla, muy vulgar. La mitad del año la paso en Galicia; aquí salgo muy poco. No hago, en absoluto, vida de sociedad; corrijo pruebas, me ocupo de mi hija, leo mucho, y también rezo mucho, porque soy muy religiosa.

— ¿Cual es su autor preferido?

— Tolstoi; me entusiasma. Ahora estoy leyendo a Alfred de Vigny, que me interesa mucho.

— Pero, ¿sólo con la corrección de pruebas tendrá usted bastante que hacer, porque Valle-Inclán trabaja mucho, verdad?

— Mucho, y como tiene una gran facilidad, a medida que escribe, sin esperar a que esté terminada la obra, ya la manda a la imprenta. Y hasta le ha ocurrido numerar las cuartillas antes de escribir; rara vez rompe alguna.

— Y la niña, ¿conoce la obra de su padre?

— En parte, si; para que se esté quieta muchas veces mi marido le lee versos; así es que con nueve años que tiene distingue si esto es de Rubén o de “La marquesa Rosalinda”. Y no hay que engañarla; una vez, Ramón, sin acordarse que era la niña la que estaba ahí, se puso a leer “La lámpara maravillosa”. La niña se agitaba, estaba inquieta; por fin, dice: “Espera un poco; enseguida vuelvo”. Se levanta, mira las cuartillas que quedaban por leer y ya desde la puerta, dice, enfadada: “¡Ah, granuja! ¿Conque me querías leer todo eso, eh?”.

Reímos la ocurrencia, y Josefina Blanco sigue hablándome de su hija y de la vida íntima, de trabajo tranquilo y sereno, que llevan a casa. Me enseña todas las maravillas que Valle-Inclán trajo de Méjico y que mandó venir de las Indias. Y el retrato de Anselmo Miguel Nieto, ese estupendo retrato que, además de ser la mejor obra de su autor, es uno de los retratos más “completos” del arte moderno, preside con aspecto elevado y reflexivo a toda la elevación y a toda la reflexión del ambiente.»

MARGARITA NELKEN: “La vida y las mujeres. Josefina Blanco de Valle-Inclán”, <El Día>, Madrid, 23.04.1917

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